La guarida del dispar

Goberné el concierto de sus ojos por unos instantes, su mirada oscilaba al son incesante de mi inquieto baile, de un extremo a otro de la habitación, sin descanso, rindiéndose al sopor de una profunda hipnosis. El silencio, anudado con cuerdas al gaznate, nos mantenía atragantados en la espera, mientras el sol se iba poniendo tras aquellos enormes paredones. El reloj, detenido, con el miedo en las entrañas, nos hacía un guiño a la fuga. Como si huir fuese una opción…

Aguardamos que algo aconteciera, atrapados en nuestra propia guarida. Aquella de interminables pasillos y puertas, que más que protegernos, nos había servido de ratonera para ser cazados. ¿La razón? Él y yo. Éramos el sincero reducto de un reino en ocaso, plagado de corrupción, hipocresía y engaño.

Cesó el letargo con el estruendo de un portazo. El vago sonido de múltiples pasos repiqueó en nuestra mente, advirtiéndonos del peligro a corta distancia. Una mirada de complicidad nos hizo imaginar el futuro escenario. Rostros de torcida mueca y compugidos ojos atravesarían el umbral. Como engendros sin alma, con zancadas muertas, tratarían de acabar con nosotros. Porque odia, la ponzoña del espíritu cadáver, la inocencia y el fulgor del que aún sueña. Y tanto recela, que la única misión de su veneno es exterminar todo aquello que sea diferente.

Nosotros lo éramos.

Asintió. Se levantó rápidamente del sillón y, sin apartar la vista de mí, avanzó hasta posicionarse a mi lado. Era la mejor compañía que podía desear junto a mí, tranquilo y confiado. Di gracias por ello. Me preguntaba cuántos más quedarían como nosotros…

Ya todo estaba pensado. Teníamos el plan más macabro que puede existir para una mirada sin luz y la inmutabilidad de unos labios. Cuando la puerta cediese…

les recibiríamos con el fuego abrasador de una sonrisa.

La Pequeña Estrella

Después de un tiempo forzado de desconexión digital, vuelvo hoy al blog para seguir compartiendo con vosotros. En esta ocasión os dejo un relato que presenté como colaboración hace muy poquito en la página «Buenos Relatos» (https://buenosrelatos.com/), una página que os recomiendo visitar porque está llena de escritos extraordinarios.

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La pigmea estrella fulguraba en el negro firmamento, temerosa de que la eterna sombra de la noche le arrebatase sus pequeños destellos. Temía perderse en la lúgubre morada del cielo, devorada por la torva mirada de la oscuridad. Temblaba, desde un minúsculo punto perdido en la infinidad del Universo.

Había otras muchas estrellas mucho más arteras, más grandes, más intensas que, desde lejos, ya habían sido escogidas por algún ser humano para alumbrar sus pasos, y los brillantes astros como ofrenda, honraban los caminos de esos elegidos con la buenaventura, y con fulgurantes brillos desde las esferas celestes.

¿Pero qué tipo de suerte podía ofrecer aquel rescoldo de luz convulso en ciernes de extinción? ¿Quién podría confiar en su débil influjo? Así que, convencida de su desdicha, la estrellita lloraba…

No tenía sentido seguir viviendo en aquel injusto firmamento. No había bellos destinos que escribir con su débil estela… Desesperada, aquella noche, decidió apagarse para siempre.

La Luna, reina de moradas nocturnas, estremecida al intuir las intenciones del pequeño brillo, trató de consolarlo para evitar una nueva tragedia. Cada vez le acompañaban menos estrellas… No podía consentir más tristes desapariciones.

Trató de convencerla desviando parte de su reflejo del sol hacia ella, convirtiendo su luz pálida en un intenso resplandor al que adorar desde la Tierra… Pero nada pudo hacerse, la estrellita no quería servirse de aquella mentira. Atormentada, no atendió a razones.

Desde nuestro suelo, se vio fugaz, una chispa, desprenderse del manto negro y extinguirse en el vacío de la nada. Fue breve, pero verdaderamente intenso.

La pequeña niña sintió cómo su pecho se sobrecogía, y no pudo evitar una lágrima. Cayó entre sus dos pies. No entendió por qué lloraba… No lo entendió, pero lloraba.

Quizás, era su estrella.

“Jamás conocerás con certeza el verdadero valor y alcance de tu brillo, por débil y pequeño que te parezca. Por eso, sigue tu propia naturaleza, sin compararte, sin juzgarte… Cumple tu misión, y sigue brillando… Quizás, sin saberlo, seas la “pequeña” estrella de alguien…”

El espantajo triste

Una vez más, la cosecha fue saqueada por los pájaros y el pobre agricultor apenas pudo sacar provecho a sus terrenos.  Como si hubiese dado cobijo a la mala suerte en su casa, todo parecía irle mal. No era hombre de grandes recursos, sólo disponía de un trozo de tierra que cultivaba con esfuerzo, pero de nada servía si venían los pájaros a deshacer su trabajo.

Tenía el humilde campesino mucho miedo a no poder mantener a su familia, el dinero que conseguía no daba para mucho. Sobrevivían entre privaciones y apuros, como sólo los pobres saben hacerlo. Buscando soluciones, había vestido de paja y retazos de tela las cañas, pero los espantapájaros no parecían asustar a las aves, muy al contrario, los pajarillos burlones se aventuraban a destrozarlos a picotazos. Había puesto y recogido tantas cañas del suelo ya…

En un último intento, cansado, con el desánimo en las manos, creó un curioso personaje, aquél que más tarde, hincado en mitad de sus tierras, se erguiría sobre las espigas de trigo. Con los rasgos decaídos, el espantajo, lucía la sonrisa curvada de tristeza y unos ojos rasgados que parecían estremecerse entre lágrimas. Mirarlo a la cara daba verdadera lástima… Quizás, el campesino plasmó en él toda la desesperación y la pena que le comprimía el pecho, y créanme que lo consiguió.

Era el espantapájaros más grande del mundo, con larguísimas cañas, con enormes brazos y piernas, un monigote bastante destartalado y flacucho. Más alto que cualquier humano, un gigante. Quizás el hombre quiso hacerlo así para invadir las alturas en preaviso, para intimidar a los pajarillos antes de que se apresuraran a asaltar su suelo. Quizás, era la única forma de que las mudas cañas gritaran más alto. Allí quedó su esperanza, repartida entre jirones y paja.

Pasó algún tiempo. El resultado no fue demasiado alentador, con su cuerpo en el centro, extendidos varios metros a lo largo, sus brazos alcanzaron a proteger apenas un poco más. Las espigas sin picotear formaron un círculo a su alrededor, a partir del cual, las aves continuaron sin respetar al desgarbado personaje para seguir comiendo granos de trigo. Había conseguido mucho más que cualquier otro muñeco de caña, pero ni tan siquiera aquello sirvió de consuelo a su dueño.

Se alzaba entre las agujas de trigo, con temple imperioso, tan solitario y silencioso que nadie se atrevía a perturbar sus cercanías. Llegó el día en que no quiso hacerlo ni el campesino, y eso, que si deseaba recoger algún trigo de su tierra, no tenía más remedio que afanarse entre los límites de aquella pequeña circunferencia. Ese día, cansado, cogió sus pocas pertenencias y en busca de mejor suerte, marchó con su familia.

Quedó el espantajo sin la única esporádica compañía que a menudo alentaba su existencia, porque aunque alrededor los pájaros se alborotaban en banquete, sus rasgados ojos, de triste mirada, no alcanzaban a verlos y sus pequeños oídos, no alcanzaban a escucharlos. Nada parecía existir más allá, al igual que ese pedacito de tierra tampoco parecía contar para nadie.

Permaneció en la más penosa soledad hasta que una buena mañana llegó un monje. El largo camino le había llevado hasta allí y por eso, pensó que aquél debía ser un buen lugar para dejar descansar sus inagotables pies. Allí tenía todo lo que él necesitaba, una humilde casa y afortunadas cosechas que, día tras día, alimentaban el canto de los pájaros. Qué más podía pedir… Tanto le gustó, que no dudó en quedarse.

Curiosamente, aquel hombre sólo gustaba de enriquecer sus sentidos contemplando el entorno,  daba la impresión de que se alimentaba de algo tan gratuito como el aire. Aunque también humilde, no se parecía en nada al campesino.

No tardó en descubrir al desconsolado muñeco. Llamó su atención aquella enorme, raquítica y triste figura. Con una tierna sonrisa, se acercó y durante unos instantes, permaneció mudo observándolo. El amargo espantapájaros alcanzó a oír cuando ya se alejaba…

Tampoco rezagó en volver, a la mañana siguiente, bien temprano, silla en mano, el monje volvió a invadir aquel círculo de espigas. Colocó el asiento justo al lado del espantapájaros, y allí se sentó a observar, desde abajo, cada uno de sus detalles. Al cabo de un rato, rompió el silencio. El muñeco, aún sabiéndolo cerca, le oyó en la distancia:

– Tienes suerte. De todos los lugares que he visto, jamás ninguno como éste. Eres afortunado por haber nacido aquí, de haber descansado tu mirada durante largo tiempo en la luz de las doradas espigas de este trigo. Tienes mucha suerte, yo he tardado en encontrarlo, aunque ahora sé que es el sitio donde quiero pasar el resto de mis días – le aseguró con voz profunda.

Aquellas palabras debieron ofender al triste espantajo, que rugió con la brisa y en tonos de enfado, por primera vez, castañeó sus cañas para contestar:

– Si durante toda tu vida, tus ojos no hubiesen alcanzado más que a contemplar las espigas sembradas bajo unos inmóviles pies, no encontrarías nada de especial en ellas. Nada existe para mí más allá, sólo este trocito de suelo. Ni siquiera abrir los ojos puedo, los mantengo amargamente entreabiertos, de tanto como me quema el dorado de este trigo en las pupilas…

El humilde hombre fingió no escucharle y tras un momento de silencio, agregó:

– Tus ojos son demasiado tristes…

Acto seguido, marchó. Extrañamente, se mantuvo toda la tarde encerrado en la vieja casa del campesino. Debió estar muy ocupado para no salir a recrearse en los relucientes luceros que alumbraron el crepúsculo de aquella jornada.

Cuando volvió, lo hizo con una larga escalera, algunos trozos de tela, aguja e hilo. Puso delante del muñeco la alta escalerilla y subió. Comprobó de cerca cómo el espantapájaros sólo concentraba su vista en el suelo, sin inmutarse. Una vez arriba, encima de aquellos inmóviles y decaídos ojos, que apenas percibían una minúscula porción de mundo, cosió unos ojos enormes, grandes y abiertos, con clara expresión de felicidad. Una mirada que había trabajado cuidadosamente la tarde anterior. El extraño ser, dejó de mirar sus pies para toparse de frente con el monje, y éste sólo le sonrió:

– Éste soy yo – le dijo – pero ahora, te dejaré sólo para que puedas ver y conocer muchísimas cosas más.

Bajó y dejó allí al espantajo, quizás más asustado y confundido que nunca.

Aquel día, el muñeco descubrió los pájaros, descubrió que más allá del campo de trigo, se elevaban las montañas, y más allá, un cielo despejado de azul intenso. Descubrió un mundo que abría sus fronteras para presentarse sin límites. Era muchísimo más grande de lo que había imaginado… Descubrió otras vidas, vio ponerse el sol y presenció la aparición de las primeras estrellas en un oscuro firmamento… Se sintió tan desconcertado ante tanta grandeza, tan pequeño…

Durante los primeros momentos, disfrutó del extraordinario regalo. Se recreó en todo lo nuevo, y esperó ansioso el regreso de aquel hombre para agradecerle todo con un alegre castañeo. Sin embargo, el monje tardó en volver y para cuando lo hizo, el espantapájaros ya había comprendido que las aves y el resto de los seres le tenían miedo, tanto que habían construido un cerco intocable a su alrededor. Se sintió tan rechazado, tan discriminado, que su sentimiento de tristeza pudo más que ningún otro y ya poco le importó ver más. Ante tal decepción, tampoco sintió especial la llegada del monje, a lo que no se pronunció.

– Eres afortunado, tú siempre has estado envuelto del más eterno silencio. Yo, sin embargo, vengo cansado de sonidos y lleno de ruidos, esto es justo lo que he estado buscando durante muchos años. Nada perturba la tranquilidad de este espacio. Por fin he encontrado paz, tú siempre la has tenido, tienes suerte.

Por segunda vez, el espantapájaros se sintió irritado, esta vez, mucho más. Sin poderlo remediar, silbó con el viento:

– Si en tu larga vida apenas nadie te hubiese dedicado una palabra, si nunca hubieses escuchado el trino de un pájaro, ni el sonido del agua corriendo por un arroyo… si jamás hubieses tenido a nadie a quien decir, el silencio explotaría tus oídos y envenenaría tu muda sonrisa tanto como la mía.

         El monje, de nuevo, fingió no escucharle y antes de marcharse a casa, añadió:

– Tu sonrisa es demasiado triste…

Una vez más, cargado de escalera, el humilde hombre apareció delante del rostro del muñeco y en esta ocasión, subió para coser una feliz sonrisa encima de su torcida mueca. El espantajo, en cuanto aquél hubo terminado, inexplicablemente, sintió un extraño bienestar. (Es lo que pasa cuando uno sonríe, a todos nos pasa, si no, probemos a esbozar una sonrisa, no importa cuál sea nuestro estado de ánimo, ni el motivo, algo se nos afloja en el interior, todo se aligera y nos sentimos mejor. Eso mismo debió pasarle al espantapájaros).

– Excelente – dijo el hombre mirando la cara del muñeco y después, como siempre, desapareció.

Con buen agrado, aunque consciente de su soledad, allí quedó el monigote, con sus solitarias cañas.

– Tienes suerte, espantapájaros, nada te molesta. Eres afortunado de vivir en este rincón del universo, tan a solas, sin que nadie te incomode. Yo estaba tan cansado de la gente…

– No me gusta la soledad. Durante este tiempo he visto las aves compartir y jugar. Disfrutan estando juntas. Yo no sé lo qué es compartir. Los pájaros revolotean cerca, pero tan lejos de mí que no escucho sus cantos, he intentado hablarles, pero es inútil, no me oyen… Todos me guardan las distancias, me huyen, me tienen miedo. Me siento solo. No quiero ser un espantapájaros – confesó el muñeco mucho más amigable que en otras ocasiones. (La sonrisa siempre hace efecto)

– Pero eres un espantapájaros, has nacido así…

– Pude haber sido tantas otras cosas… Bien pudo aquel campesino hacerme heno para acunar al ganado o parte de una cabaña de juegos para los niños… Hubiese sido todo tan distinto… Nunca nadie me habría tenido miedo y sería mucho más útil. Que aquí, de nada sirvo – se quejó.

– Pero eres un espantapájaros.

– Todos me tienen miedo…

– Bueno, tenían miedo… pero quizás era porque parecías un ser tan triste que no querían contagiarse con tu pena… Todos tenemos miedo a sufrir… Y al final, te han ignorado durante tanto tiempo que se han olvidado de que este rincón existe. La indiferencia ha hecho que aún no sepan de tus ojos, ni de tu sonrisa… pero tú puedes contarles. Canta, es el lenguaje de los pájaros, te escucharán. Además, ya tienes alegría suficiente para hacerlo – le aconsejó.

– ¿Crees? – preguntó el muñeco desconcertado.

– Estoy seguro. Siempre que se desea algo con la suficiente intensidad, acaba por cumplirse – le tranquilizó.

Sutilmente, el espantajo entonó al viento. Sonó una suave armonía. Los pájaros la entendieron y una bandada se le acercó. Algunas aves se posaron en las cañas y trinaron, otras, cosquillearon en la paja y la llevaron en alto vuelo, surcando el aire. El muñeco reía. Y cada vez llegaban más pájaros, miles de ellos, esparciendo las pajas y los retazos de tela…

Fue así, lentamente, se fue deshaciendo… El amable hombre, sentado a su lado, contemplaba atónito cómo iba cumpliendo su sueño.

A servir de cuna, marchó viajando en los picos, hasta los lejanos árboles, donde formando parte de más de un nido, arrullaría los nuevos retoños. De ser temido, a ser elegido. Vería crecer tantos polluelos, acunaría tantos cantos… Pasó justo lo mismo que con todos aquellos espantapájaros de talante tanto más halagüeño que el campesino algún día tuvo sobre sus tierras. También aquellos surcaron el cielo. Aquel hombre jamás podría haber entendido esto.

Cuando quedaron las cañas peladas, el monje las despegó de la tierra y durante varios días, con mucho esmero, se dedicó a fabricar pequeñas flautas, que después repartió entre los niños del pueblo más cercano. Quiso llevarlo tan lejos… a tantos lugares… Quedó seguro de que en virtud de tantas cosas, el pobre espantapájaros podría ver, oír, decir, sentir y compartir todo lo que hasta entonces no había tenido oportunidad. Y sonrió por ello, sabiendo que, a pesar de la dicha de vivir la vida en tan variada intensidad, el muñeco, en fugaces ocasiones, echaría de menos su minúsculo campo de trigo, su quietud, su silencio y su soledad.

Y él, el humilde monje, por fin, como durante tanto tiempo había añorado, se colocó sonriendo justo en el centro de aquella circunferencia, aquélla sobre la que alguna vez se irguió el espantapájaros más triste del mundo…

«Porque cuando unos van, otros ya vienen de vuelta»